El sábado a eso de las 22:00 horas recibí una llamada de mi padre. Cogí el teléfono y escuché al otro lado un simple «¿Lo has visto?«. No hicieron falta ni saludos, ni ponernos en contexto. Mi padre, que es aficionado, pero no de los locos que intentamos hacer síntesis de cada tarde, es simplemente aficionado para saber si algo le gusta o le emociona, pero nada más.

Esa llamada, breve, y con palabras como «cojones«, «tela», «me ha dejado emocionado«, «esto es especial«, entre la conversación me sirvió para rendirme a los toreros con el pundonor de Manuel Escribano.

Lo que Manuel hizo el sábado, además de para él, es para estarle todos agradecido por alentar, inspirar y estimular a los novilleros que, si de verdad quieren ser algo en esto del Toro, lo primero que tienen que tener es la hombría necesaria para ser diferentes al común de los mortales. Mirarse en toreros así es un ejemplo para abrirse en el mundo de la Tauromaquia. Luego vendrán estilos, técnicas, artes y demás cosas secundarias pero lo primero que hay que tener es corazón, gesta y heroicidad. Manuel Escribano nos dejó un ejemplo de firmeza de carácter, nos alentó a ser espectadores de un «O Fortuna» de Carmina Burana en imágenes, nos dió energía para seguir adelante, entre mojigaterías cotidianas.

Escribano, cuando se fue a la puerta de Chiqueros en el sexto, cuando aguantó la arrancada a tres escasos metros del mismo Diablo, nos dijo sin hablar que no hay que detenerse a contemplar pasados, no hay sueños y anhelos, hay un presente que hace daño y se torea. Manuel, demostró a todos, pero sobre todo a los que quieren dedicar su vida al toro que no hay que esperar la ocasión, sino provocarla para sobreponerse a los hechos desfavorables.

No solo enseñó a esos chicos que empiezan, nos enseñó a la vacilante sociedad en la que vivimos, que no debemos evaluar a los hombres por su poder, por su posición o riqueza, sino que debemos hacerlo por su carácter y su determinación. A mí, personalmente me ha dejado huella, y mientras estaba frente a la televisión viendo dar la vuelta a Manuel con las dos orejas en la mano, miré a mi hijo de tres años, jugando sin darse cuenta de lo que había pasado en la Maestranza. Le miraba y sólo podía pensar que ojala algún día tenga el carácter de Manuel Escribano. De momento, el crío se llama Aníbal, y me acordé de una frase atribuida para definir lo que acababa de ver:
«Aut viam inveniam aut faciam.» (O encontraré un camino o me lo abriré).

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